jueves, 4 de agosto de 2016

Cruzar el cielo. Ada Soriano

 
 


Cruzar el cielo
Ada Soriano
Celesta, Madrid, 2016
 
 
La editorial madrileña Celesta publica en el número 18 de su Colección Piel de sal el nuevo poemario de la oriolana Ada Soriano, Cruzar el cielo, un conjunto de diecinueve poemas donde conviven en armonía el sentimiento y el pensamiento, la emoción y la reflexión.
José Luis Zerón Huguet redacta el texto de la contracubierta, donde desvela algunas de las claves necesarias para desentrañar la poética de una autora con una interesante obra, que se remonta a 1987 con la plaqueta Anúteba, y que alcanza ahora su quinto poemario extenso. Ada Soriano ha sido, además, codirectora de la influyente revista de creación literaria Empireuma, con sede en su ciudad natal, que tantos y buenos poetas ha proporcionado a nuestra lírica actual, como el propio Zerón, Manuel García Pérez o José Manuel Ramón.
Una cita de Chantal Maillard, que inspira el título del libro, da paso a poemas compuestos por lo general en verso libre, con algunos destellos en forma de endecasílabos y alejandrinos, donde la autora se expresa con elegancia y una aparente sencillez que en verdad es fruto de una consecuente depuración estilística pues Ada Soriano sabe trasminar la epidermis de las cosas con la precisión de la palabra exacta, sin adornos superfluos que comprometan la veracidad del verso.
En “Luna de Invierno” y “Rocío del mar”, la naturaleza, y su sereno espectáculo -la contemplación de una luna nueva o del vaivén del mar y sus contornos-, se traduce en versos de gran sensualidad donde la noche arropa esa mirada atenta que sabe conjugar los elementos que la naturaleza le ofrece para dar un paso más allá, donde reside la profundidad de lo que representa.
Sin embargo, en “El beso” el cuerpo humano se convierte en protagonista, aquí la naturaleza se supedita al deseo, en una mágica conjunción que alcanza su cenit en “Venus cabalga sobre el arco de la luna” y, sobre todo, en “Ceremonia interior”, veamos un ejemplo de éste último: “Mi cuerpo es una revolución de hormonas,/ un caos, una batalla campal./ Mis miembros están condolidos, resignados a su óxido./ Mi cuerpo es un nido de esporas que se dilata y se comprime.
El poema “Mariposas” recrea en tres partes las fases de la metamorfosis de los gusanos de seda en “una vieja caja de zapatos con respiraderos hechos por el hombre”. Poema de transición que recrea con precisión de entomólogo esa transformación vital en una mariposa que “exhibe su delicada feminidad/ agitando sin temor sus bellas alas.”. Aquí aparece uno de los vocablos recurrentes de todo el poemario, el cielo, preferentemente nocturno, que la autora cruza con sus versos con la luna como cómplice.
Tras un delicado homenaje a Anne Sexton en “Una tarde de primavera”, el poemario alcanza su punto de inflexión en el poema “Te amo”, el más extenso del libro, un canto de amor a la naturaleza, al mar “al margen de documentos de banca y firmas ante el notario”, al hombre, a pesar de sus imperfecciones, y, ante todo, a la Poesía, a los “grandes poetas de América”: Whitman, Dickinson, Poe, y a los “poetas suicidas”: Kleist, Maiakovski, Storni, Pozzi, Pavese, Plath, Celan, Pizarnik, Sexton, porque “cruzasteis el cielo como estela de avión que parte de una nube/ como estrellas que se fugan para volver a reencontrarse.”.
De nuevo el cielo se erige en escenario para la acción del poema, así en “La espada del Arcángel” describe, como si de un lienzo se tratara, la batalla celestial entre San Miguel y Satanás. Y en “Agorafobia” la autora es capaz de superar el miedo al vacío gracias al cielo azul y el sol que lo ilumina.
Los poemas “Viaje” y “Carpas en el río” son impresiones al paso por el paisaje que el talgo y su velocidad y el fluir del agua, respectivamente, imprimen en la memoria. “Hacia la concreción” es una acerba crítica contra la fama y la popularidad, realmente efímeras, que desvirtúan la esencia del hombre, que sólo se muestra verdadera “al compartir venturas y miserias”.
Una ciudad del sur” recrea una sensitiva visita a Granada junto al hijo, la percepción del recorrido por sus barrios de arquitectura árabe y la Alhambra. En “Atardecer en una plaza”, Ada Soriano se entrega a una reflexión sobre el paso del tiempo (“un ogro que peca de gula”), desde un vago recuerdo de la infancia hasta el crepúsculo que alarga las sombras sobre la fuente de Neptuno, donde los sentidos se embriagan.
En el poema que da título al libro, la autora retoma la emblemática figura de Sylvia Plath para trazar un sucinto recorrido poético por su tormentosa vida: “Primero en Boston, Sylvia./ Después en Londres, Sivvy.”. En “El despertar de la memoria” nos hace testigos de cómo un lienzo de Gabriel Miró desencadena un viaje de regreso a la infancia, a la vieja casa por donde la luz de la memoria ilumina cada estancia hasta reencontrarse con su abuela: “la belleza de una mujer siempre enlutada,/ el cabello recogido, la piel limpia/ y el alma rendida a la anarquía.”.
Es precisamente la vuelta, al pasado, la que da título al último poema, donde la autora recuerda desde el hospital en que está ingresado el padre a la espera de un pronóstico, frente a “la pesadilla de la incertidumbre”, y donde “la frialdad de un cubo” le recuerdo al del magnetófono donde suena El Bardo: “la triste historia de un payaso y su chica de alto rango.”. Aquí el presente y el pasado (“un tiempo ya gastado y compartido”) se entrecruzan al son de la voz del padre grabada en una cinta mientras “hombres y mujeres de ropa blanca” le estudian minuciosamente.
Como señala José Luis Zerón, Eros y Logos se fusionan en una poesía que siempre, aun en los momentos de dolor, aspira a una especie de belleza única, dado que se imbrica con la biografía de la autora, y donde conviven en perfecto equilibrio lo lírico y lo discursivo, una feliz combinación, que a veces recuerda a José Hierro, donde siempre impera la ternura.



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